A los misioneros maristas muertos en el Congo el año 1996.
Fausto Calzado de la Torres.- Siempre he tenido un gran respeto hacia quienes se dedican a la vida religiosa. Mi madre me inculcó desde pequeño esta enseñanza y, el paso del tiempo ha añadido la admiración.
Cuando yo era niño veía a un cura viejo con el pelo canoso, cuyo nombre nunca consigo recordar, quizás fuera don Manuel, a quien yo miraba con asombro: su seriedad, su majestuosidad, las llamativas vestiduras que llevaba entre la multitud que lo rodeaba, en un acto que ahora pienso que sería alguna procesión solemne -como la del Corpus o la de la Asunción de la Virgen-, me cautivaban.
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La anécdota que refiero a continuación debió de ocurrir por entonces, mientras yo aprendía las primeras letras en el Colegio de las monjitas de la Sagrada Familia. Un día entró a clase la Madre Superiora acompañada de otra monja mayor. Al abrir la puerta se hizo el silencio y las dos atravesaron la clase por el pasillo central que dejaban aquellas mesas circulares en las que hacíamos la tarea. Nos comunicó que al día siguiente vendrían a visitarnos dos misioneros dominicos.
Dicho esto saludaron a la madre que estaba a nuestro cargo (creo que se llamaba sor Ángel) y deshicieron el camino hasta la salida. Volvió el murmullo a la clase. Muchos no debimos entender lo que había dicho la Superiora y algunos le preguntaron a Sor Ángel que volvió a explicarlo con paciencia. Yo seguí sin entenderlo y decidí esperar a que vinieran los dos hombres para ver si comprendía qué era un misionero. Cuando llegué a casa a la hora de la comida, no dije nada para no poner de manifiesto mi ignorancia…
Y, al día siguiente, estando en clase, volvió a repetirse la escena. La entrada improvisada de la Superiora, acompañada seguramente por la misma monja del día anterior, hizo que los niños nos calláramos. Pero esta vez, detrás de ellas pasaron dos hombres vestidos con una túnica blanca que les llegaba hasta los tobillos y una especie de casulla sin brazos que unos decían que era azul celeste y otros que era rosa, del mismo tejido que la túnica.
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Recorrieron la clase en silencio hasta donde estaba Sor Ángel. A mí me llamó la atención su seriedad y que llevaban los brazos cruzados debajo de la casulla, sin que hiciera una temperatura ambiente excesivamente baja. La madre superiora los presentó como los dos dominicos de los que había hablado el día anterior y explicó brevemente a qué se dedicaban.
Todos permanecimos expectantes esperando que dijeran algo acerca de lo que hacían en las misiones, pero no abrieron la boca y, como había hecho el día anterior, la madre Superiora saludando a Sor Ángel, se despidió en nombre de los cuatro y las dos monjas se fueron precediendo a los misioneros dominicos, que dejaron en mí una huella indeleble.
Tanto es así que cuando llegué a casa para comer, le dije a mi madre que quería ser misionero. Extrañada me interrogó y yo le conté lo que había pasado en el colegio. Después de oírme, me contestó varias veces que no; pero como yo le replicaba que sí con insistencia, terminó por decir: “ya veremos”.
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La actitud de los dominicos me recuerda una anécdota atribuida, si no me falla la memoria, a san Juan Bosco quien le pidió a Santo Domingo Savio que lo acompañara a predicar y que después de dar en silencio una vuelta a la manzana volvieron al convento. Al parecer santo Domingo le dijo a san Juan Bosco:” “Decía usted que íbamos a predicar y no hemos pronunciado ninguna palabra”.
A lo que san Juan Bosco le contestó que lo habían hecho con el ejemplo: eso mismo debí de pensar yo entonces (y aún lo sigo pensando) que hicieron aquellos dos misioneros dominicos: para mí su silencio fue más expresivo que si hubiesen dado una larga charla.
Durante la adolescencia, en el seminario de los Maristas, compartí con ellos no sólo la comida y el aposento, sino también sus anhelos y sus afanes. Aunque pecador como mortal que soy, mi concepto de la vida y hasta del trabajo como servicio a los demás, se lo debo a ellos en gran medida.
Y, cuando, en ciertas ocasiones, nos visitaban quienes habían dado un paso más en su entrega al prójimo marchando a las misiones de Bolivia, se renovaban aquellos sentimientos de mi infancia. (Y, sinceramente, llegué a pensar en hacerme misionero). El paso de los años ha ido dejando su poso y, junto al respeto y a la admiración, ha añadido la gratitud.
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Fue allí donde emergieron las tres aspiraciones que yo quería que se convirtieran en los tres pilares básicos sobre los que se soportase mi vida futura: en primer lugar, estudiar literatura y dedicarme a la docencia; como complemento de este primer pilar volcarme en la lectura y en la escritura; y en tercer lugar, el más importante de los tres: formar una familia. En mis reflexiones de
aquellos días, veía posible alcanzar las dos primeras si me quedaba en los maristas y creo que, pasado el tiempo, he conseguido realizarlas en parte; pero no he conseguido la tercera, que fue la más determinante cuando en las navidades de 1977, tomé la decisión de dejar el seminario. Aunque, pasados tantos años desde entonces, he de decir con convicción que “donde hubo, algo queda”.
Y es que no es fácil “renunciar al mundo” y servir a alguien, cuya recompensa no se obtiene en esta vida. Aunque creo que alguna parte sí. Los votos de pobreza, castidad y obediencia que profesan la mayoría de las órdenes religiosas, no son hoy un reclamo fácil en una sociedad en la que nos domina la codicia por el dinero, en la que el sexo ha dejado de ser no sólo un medio para conservar la especie humana, sino también de manifestar el amor, y en la que, en fin, se llega a confundir la libertad con el libertinaje.
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Mi admiración hacia estas personas es enorme. Porque dejan a sus familias para integrarse en una nueva familia a la que no les une ningún lazo de sangre. Porque renuncian al mundo sin pensar siquiera en que heredarán sin duda el Reino de los Cielos. Y porque, si llega el caso, son capaces hasta de dar su vida por aquello en lo que creen.
Por eso pienso que en esta cultura tan llena de “ídolos con los pies de barro”, su conducta debería servirnos de modelo en nuestro paso por la Tierra.
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