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Redoble de campanas (capítulo 1)

CUENTO

Fausto Calzado de la Torre.- Aquella tarde nadie había llevado balón, por lo que los niños no pudieron organizar el acostumbrado partido. Se iban reuniendo en grupos a medida que llegaban, rompiendo con el alegre bullicio de sus juegos el monótono silencio de la siesta.


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Bromeaban entre ellos, dejando pasar el tiempo, hasta que llegase la hora de comenzar la clase. De pronto, alguien dio el grito de guerra y, sin establecer previamente los bandos, comenzaron a jugar al pillado.

Descuidados, ocupaban el ancho de la calle, perseguidos y perseguidores. Los escasos vehículos que circulaban a esa hora por la calzada, debían aguardar a que la chiquillada se abriera como un mar Rojo y les permitiera el paso, volviéndose a cerrar tras ellos.

Ante el peligro de ser atropellados por algún automóvil, se desplazaron, sin detener su juego, movidos como por un impulso colectivo, a una calle transversal, pavimentada de cemento, y que, en otro tiempo, había sido utilizada como pista de baile en las verbenas, durante las fiestas del pueblo. Era ésta una calle de poco tránsito y que parecía aislada del resto del mundo. Allí continuó por largo rato la batalla.


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Era otoño. Por encima de las tapias de las viejas escuelas se veían las copas de los altos árboles que comenzaban a pelarse. Algunas hojas secas habían caído fuera y salpicaban el pavimento gris de la calle de un color verdoso pálido. El sol mostraba su faz amarillenta y sus débiles rayos ponían una inamovible templanza en el ambiente.

Luis detuvo por un momento su carrera y sintió palpitar fuertemente su corazón en el pecho. Miró el desvaído azul del cielo y vio algunas nubes dispersas que parecían hechas con la piel de un borreguillo. Cuando hubo recuperado el aliento, y una vez que cesó el repiqueteo de la sangre en sus sienes, reanudó de nuevo la carrera.

La pista parecía un hormiguero, donde los muchachos corrían desordenadamente, chocaban  entre sí y se caían, levantándose viejas costras que volvían a   sangrar.


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Comenzaban a pasar, en pequeños grupos, los que estudiaban en la escuela pública. Los chiquillos que jugaban, se burlaban de ellos, y Luis pensó que era una suerte ir a la escuela de don Cosme, porque entraban media hora más tarde, lo que les permitía prolongar sus juegos hasta las tres y media.

Después de que hubieron pasado los últimos rezagados de la escuela nacional, Gregorio, uno de los mayores, que rondaría los 12 o 13 años, pero que a Luis le parecía aún mayor, por el bozo que apuntaba ya en su bigote, comenzó a lanzar indiscriminadamente piedras a los demás: «A pedrea, a pedrea», gritaba, y arremetía contra quien se le pusiese al alcance. Luis no encontraba nada arrojadizo con que defenderse.

Estaba situado justo en el centro de la pista, y allí el cemento formaba una masa compacta, solamente surcado por algunas rajas. Absorto como estaba, las piedras que le pasaban silbando, accionaron como un resorte en su interior y comenzó la búsqueda frenética de algo que lanzar.


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En los bordes de la pista, el cemento había comenzado a desgastarse y en él se abrían como pequeños cráteres de los que Luis cogió algunas chinillas que tiró, sin fortuna, a los que ocasionalmente pasaban por allí corriendo.

Dos personas adultas, una mujer y una anciana, penetraron inesperadamente en el campo de batalla, caminando confiadamente por la acera, hasta que alguna piedra perdida les pasó rozando y a gritos comenzaron a reñir a los niños. Ellos detuvieron momentáneamente la batalla, para luego continuarla, impasibles a la regañina.

La mujer, que debió de conocer a alguno de los mayores, lo amenazó con decírselo a sus padres, y, éste, asustado, contagió de su miedo a los demás, que comenzaron a huir en desbandada por ambos lados de la calle.


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Luis, obstinado en buscar algo que mereciera la pena arrojar, continuó durante algunos instantes escarbando en el cemento hasta que consiguió extraer de aquella indómita cantera una masa plana del tamaño de una moneda de cinco pesetas. Satisfecho por su logro, apuntó a uno de los que venían corriendo en busca de la salida de la pista, al tiempo que él mismo emprendía la huida, sin comprender muy bien lo que pasaba; tiró la piedra con tan buena puntería que esta fue a golpear justamente la sien del muchacho, que se desplomó sobre el duro suelo.

A Luis apenas le dio tiempo de oír el golpe hueco de la piedra y a ver cómo el que había sido golpeado iba cayendo lenta, pesadamente al suelo. Arrastrado en la fuga por los demás, Luis torció la esquina que conducía a la calle principal, y, entonces ya fuera de peligro, volvió la cabeza, comprobando que el muchacho al que había golpeado con la piedra no venía. Miró, casi acongojado, hacia delante, por si éste hubiera pasado, pero no lo vio.

Apenas si lo conocía porque llevaban los dos llevaban muy poco tiempo en la escuela, y, en el fragor de la lucha, casi no se había fijado en sus facciones, de manera que entre los que aún pasaban corriendo, aunque ya más lentamente, le resultaba difícil reconocerlo.


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Estuvo parado un rato en la acera sin saber qué hacer, esperando a que pasara el muchacho. Mientras pensaba en volver  a la calle donde había tenido lugar la pedrea, llegó Gregorio, que venía rezagado y que debía de haber visto lo ocurrido y se detuvo junto a él.

Luis le preguntó si había visto al chico al que le había dado con la piedra en la cabeza a lo que éste le contestó: «Lo has matado. Está tumbado en la pista”, y continuó corriendo. A Luis le recorrió un escalofrío por la espalda, las gotas de sudor que caían de su pelo se tornaron frías y las sienes comenzaron a latirle fuertemente.

«Lo he matado», pensó, y, al instante, echó a correr hacia la pista. Esperaba encontrarse allí, tumbado en grotesca posición, a su víctima; pero, al torcer la esquina, halló la calle desierta, el pavimento gris de la pista cubierto de chinas, el lugar de la batalla con sus despojos, pero no había nadie.


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Luis miraba perplejo: «Ya se lo han llevado», pensó, y, confuso, mirando al suelo, comenzó a caminar en dirección opuesta, hacia su casa, aislado de todo lo que le rodeaba, olvidando por completo que eran ya las tres y media pasadas y que don Cosme castigaba severamente a los que hacían novillos.

Continuara

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