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Verso y Prosa.- LA ESCUELA DE D. MAURICIO

Mauricio Ledesma Matas

Fausto Calzado de la Torre.- Lo que son las casualidades de la vida… Desde hace algún tiempo estaba pergeñando una historia sobre D. Estenislao, mi primer maestro. Pasaba de vez en cuando en coche por su calle y me quedaba mirando, como por casualidad, la fachada de su casa, imaginando su interior lleno de niños, entre ellos mi hermana Conchi.

Tenía ya casi resuelta la anécdota cuando vi en el calendario que por esas fechas eran las onomásticas de otros dos de mis primeros educadores: D. Félix y D. Mauricio (me acordé también de D. Ignacio, el director de la Escuela, y de D. Lorenzo, mi primer maestro en la misma) y rebusqué algún hecho que me permitiera dejar constancia de mi afecto y agradecimiento hacia ellos.


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A Mauricio hará cosa de dos días que lo vi pasar hacia la casa que tiene su familia en la calle de S. Roque, un poco más allá de la mía. Sabía que estaba enfermo desde hacía tiempo y me sorprendió la alegría con la que me saludó. (Hoy sé que era consciente de que se estaba muriendo). Él fue uno de mis primeros maestros y yo uno de sus primeros alumnos.

Vino entonces a mi memoria uno de los últimos recuerdos que conservo de mi hermana, situado en la escuela de verano que instaló en su casa de la calle del Moral nada más acabar la carrera de magisterio. Estaba compuesta, si mal no recuerdo, de dos o tres grandes habitaciones que él había habilitado como aulas, instalando varias mesas alargadas con bancos corridos de madera y sillas de enea.

Todavía recuerdo, como si fuera ayer, algunas de las explicaciones suyas, como el análisis morfológico que todavía se lo explico a mis alumnos como me enseñó él hace ya tantos años.


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Al salir, uno de los últimos días del verano, me encontré a mi hermana, que ya estaba enferma, en la sala más pequeña, la que daba al patio, que era el paso obligado pasa salir, y me dijo que D. Mauricio la había castigado a copiar veinte veces: “No debo hablar en clase”. Me enfadé con ella, porque habitualmente nos íbamos juntos al terminar la mañana, pero me dijo que no la esperara y me fui solo.

Al poco tiempo de llegar yo a casa, sin que hubiéramos empezado a comer todavía, apareció ella y me dijo que D. Mauricio le había quitado el castigo. Yo me alegré de ello, porque, aunque estábamos siempre discutiendo, nos queríamos, y saber que estaba enferma y que no la había esperado, me causó remordimientos de conciencia.

Mauricio murió ayer. Me lo ha dicho esta mañana en el Instituto José Luis, un compañero, mío y suyo también. Lo primero que he pensado ha sido que, sin duda, ya estaba compartiendo un lugar destacado en el cielo junto con mi hermana.


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Durante algún tiempo la distancia física (yo abandoné el pueblo a los once años para estudiar en los Maristas, en Granada) hizo que la relación entre maestro y discípulo se interrumpiera y se aquietase durante años. Pero a medida que fui experimentando la dura profesión que hemos compartido, volví a valorar el trabajo que hizo conmigo y con varias generaciones de moraleños.

Mauricio tenía espíritu de servicio. Fueron muchos los años que, además de dedicarse a la enseñanza, colaboró con la comunidad local como presidente de la Cooperativa, a la que tantos años dedicó también mi padre, y como concejal del Ayuntamiento, del que creo que llegó a ser alcalde.

Yo no tengo ninguna militancia política, pero me precio de tener amigos de muy diversas ideologías y valoro el trabajo de tantos que, como él, hicieron posible la transición pacífica desde la dictadura. Creo que ninguna idea ni política ni religiosa, justifica la violencia ni mucho menos el enfrentamiento armado entre conciudadanos. Creo que él estaría de acuerdo con esta afirmación. Y creo también, parafraseando a Antonio Machado, que Mauricio era como tantos hombres y mujeres que he conocido a lo largo de mi vida, “un hombre bueno”.


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Hablaba al principio de las casualidades de la vida… pero, ahora que lo pienso mejor, me pregunto si a veces, cuando ocurren estas cosas, se puede hablar de casualidades… ¿Quién sabe?

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