Mª Dolores López-Tercero Sánchez.- El oficio de enterrador es tan antiguo como la aparición del ser humano, o casi, y la necesidad de dar un lugar digno, para el Más Allá, a nuestros seres queridos.
Por otra parte, el oficio de resucitador, muy ligado al anterior, es bastante más reciente en el tiempo.
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Si quieres saber más sobre ambos oficios, uno de ellos ya desaparecido y el otro aún existente, te invitamos a seguir leyendo.
Puede que a algunos les cause escalofríos el pensar que otras personas se dediquen a tales oficios.
Sin embargo, el trabajo de enterrador es tan común y honrado como cualquier otro y, por supuesto, muy necesario, pues sin ellos tendríamos que ser nosotros mismos quienes nos encargásemos de dar sepultura a nuestros familiares y amigos.
Por suerte, aún hay quienes se dedican a estos menesteres, facilitando la tarea al resto de la población.
El enterrador, o sepulturero, no sólo se ocupaba (y ocupa) de enterrar a los difuntos, antaño en tierra, hoy día bajo una sepultura de mármol o piedra, sino también de desenterrar los restos, para hacer reducción de los mismo o, si fuera necesario, incinerarlos.
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Durante décadas fueron marginados por la mayoría de la población, debido al oficio desempeñado.
Es un trabajo llevado, generalmente, por hombres, años atrás con poca o ninguna cultura, en cuanto a leer y escribir ser refiere. Hombres de rostro pálido, serio, sombrío y envueltos en cierto halo de misterio o, al menos, así los veían la mayoría de nuestros antepasados.
Mostrado por la televisión y el cine como personas frías, sin sentimientos y, en general, vestidos todo de negro y con sombrero.
Nada más lejos de la realidad, los enterradores eran padres de familia, quienes muchas veces fueron marcados de por vida por las escenas que debieron presenciar debido a su trabajo. Un oficio digno como cualquier otro que en muchos casos fue desempeñado por padres e hijos siendo los primeros quienes instruían a sus primogénitos.
Haciendo uso de pala, para cavar un rectángulo, previamente medido, en la tierra que diera cobijo al fallecido, y con cuerdas o maromos, para facilitar el descenso del cuerpo hasta el lugar de su eterno descanso.
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Muy unido a este oficio, que en la actualidad se sigue desarrollando y mucho mejor considerado que antaño, se encontraba el oficio de resucitador o ladrón de cadáveres.
Aunque para algunos suene extraño y algo lúgubre, era un trabajo bastante común. Desempeñado por hombres que estaban al día de los recién fallecidos, sobre todo en las grandes ciudades, para proceder a la exhumación, y vender el cuerpo a los demandantes del mismo, que eran principalmente las facultades de medicina.
Lo común de estas facultades era hacerse, en base a la ley establecida, con los cuerpos de los fallecidos, en hospitales, que nadie reclamaba; pero, el aumento de los estudios de anatomía hicieron que la demanda fuera mucho mayor que la oferta que existía, obligándoles a actuar al límite de la ley, lo que propició la aparición de los ladrones de cadáveres, oportunistas que supieron aprovecharse de la situación para ganarse un sueldo y poder subsistir. Algo que se daba sobre todo en Inglaterra.
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En Moral de Calatrava no existieron los resucitadores, al menos que tengamos consciencia de ello, pero sí fueron famosos los enterradores de años atrás, especialmente los popularmente conocidos como “Fortunica” y “Calicata”, quienes dieron lugar a una coplilla conocida por todo buen moraleño:
“Diego Periquito toca las campanas, Fortunica y Calicata los llevan a enterrar.”
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