Valerio Fernández Simoneau.- Una de las tradiciones que hace más de 50 años que dejó de existir, era la procesión que, el gremio de pastores y carniceros, hacían a su patrona la Virgen del Rosario. Esta procesión, que era vulgarmente conocida como <<La procesión de las alabardas>> se celebraba el día 7 de Octubre, festividad de la citada Virgen.
Comenzaremos por describir lo que en dicha procesión se conocía por «alabarda «. Ésta estaba compuesta por un palo de unos dos metros, en cuya parte superior le habían confeccionado una especie de jaula de alambre, de la cual colgaban toda clase de adornos. Dichos adornos podían ser rosarios, flores, pulseras, collares, cintas de todos los tamaños y colores, anillos, colgantes, etc. etc. Cada uno de los «alabarderos”, que eran cuatro en cada procesión competían por ser el que más adornada llevaba su alabarda.
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Delante, del cortejo procesional, marchaba abriendo el paso un tamborilero, que era el encargado de avisar a los vecinos de que venía la procesión. Después caminaban los hermanos, acompañando a su Virgen y a ambos lados de la misma iban los cuatro «alabarderos», dos a cada lado de ella.
Por último y cerrando el cortejo caminaba el Hermano Mayor, portando el Estandarte de la Cofradía.
En cualquier punto del recorrido, y procurando que el tamborilero se encontrara lo más lejos posible de la Virgen, uno de los vecinos, que veía pasar la procesión, le daba al Hermano Mayor una limosna para el culto de la Virgen. En dicho instante el portador del Estandarte lo bajaba y se daba la media vuelta, poniéndose a mirar en contra de la marcha del cortejo; el «Hermano Mayor se había enfadado». Se detenía la Virgen y todo su séquito y se avisaba a grandes voces al del tambor, el cual tenía que venir tocándolo hasta donde estaba el «enfadado», y dar vueltas alrededor del mismo, naturalmente sin dejar de tocar, cuyo número venía determinado por la cuantía de la limosna, para que se desenfadase. Se reanudaba la procesión y el portador del tambor volvía a adelantarse para cumplir su cometido, hasta que una nueva limosna le obligaba a volver sobre sus pasos y repetir el desagravio.
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Normalmente se elegía de tamborilero a una persona que no fuera muy espabilado. Antes de la guerra ejercía esta función Galico «Trampa » y después de la misma le correspondió tal honor a Periquito «Caraperro».
¿Por qué… por qué murieron costumbres tan ingenuas y populares? ¿Las suprimió algún reformador litúrgico, incapaz de comprender el alma infantil y sana del pueblo? ¿Murieron por el abandono de todos, por la apatía de los dirigentes, por el individualismo, la comodidad, …?
¡Murieron! Y con ellas desapareció la poesía de nuestra infancia y una oportunidad de sentirnos cada año un poco más niños, un poco más buenos.
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