Fausto Calzado de la Torre.-El cielo estaba despejado y la tarde tibia. Algunos transeúntes paseaban sin prisas por las aceras, recién levantados de una de las últimas siestas, que aún se prolongan, pasado ya el verano, antes de que el tiempo comience a refrescar definitivamente. Luis andaba despacio, con la cabeza gacha y ensimismado.
Alguien, que de momento no reconoció, absorto como estaba, le preguntó que a dónde iba. Luis lo miró atónito, sorprendido, porque parecía haber olvidado el motivo de su anticipada vuelta a casa y esta pregunta le pareció incriminatoria. No contestó. Permaneció vacilante durante un momento y echó a correr como un alma en pena. Cruzó una calle asfaltada, que era la travesía de una carretera comarcal, casi sin mirar, jadeante en su carrera, y ya no se detuvo hasta que llegó, casi ahogándose, a su casa.
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Por suerte la puerta estaba entornada como siempre, de modo que no tuvo que llamar, ahorrándose tener que dar explicaciones embarazosas acerca de su repentino regreso. Al entrar al zaguán sintió frío en sus brazos y desdobló las mangas de la camisa. Estaba oscuro y sus ojos tardaron un breve instante en acostumbrarse a esa tenue penumbra. Había entrado sigiloso, andando casi de puntillas para no delatar su presencia, y, después de haber dado unos pasos, se detuvo por si escuchaba algo: se oían ruidos lejanos en el corral.
Caminó con cautela: su objetivo era alcanzar la escalera sin ser descubierto. Una vez allí, subió raudo, saltando los empinados peldaños atropelladamente, primero de dos en dos, luego de tres en tres, sin detenerse a contarlos como, en otras ocasiones de menos agitación interior, se complacía en hacer. Llegó al final de la escalera exhausto, ahogándose casi, y en el descansillo hizo un breve alto para recuperar el aliento. Levantó con suavidad el picaporte, empujó lentamente la puerta y se coló a hurtadillas en el cuarto que, en la parte superior de la vivienda de sus abuelos, hacía las veces de comedor, sala de estar y cocina al mismo tiempo. No había nadie.
De pie, en el centro de la sala, permaneció indeciso un instante, sin atreverse a recorrer las habitaciones contiguas que formaban la vivienda. Sin embargo, pudo comprobar que se hallaba en la más grande soledad que podía haber imaginado, sin que nadie pudiera informarle sobre qué había sido de aquel muchacho, cuyo rostro trataba de reconstruir ahora en su mente, mientras trepaba a una butaca a la que no conseguía subirse. Logró sentarse por fin, pero sus pies quedaron colgando a un palmo del suelo.
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Trató de distraerse balanceando sus piernas en el aire, pero su fantasía renovaba una y otra vez la imagen de aquel cuerpo cayendo pesadamente al suelo. El recuerdo se iba convirtiendo en obsesión, una obsesión que se parecía cada vez más a un remolino de agua que lo atraía hacia su centro, y él, igual que sucedía en sus sueños, primero se resistía, luchando desesperadamente con el agua, para, finalmente, dejarse arrastrar por aquella fuerza indómita, que parecía llevarle hacia lo irremediable, pero que, siempre terminaba despertándolo, inquieto en la oscuridad de su cuarto y envuelto en sudor. Pero ahora no sucedía así. El gran remolino amenazaba con tragárselo.
De pronto, algo vino a sacarlo de aquella turbación en que estaba. Se vio temblando de pies a cabeza y sintió un sudor pegajoso en todo su cuerpo. En su regreso al mundo de lo real aún tuvo tiempo de oír, en la lejanía, la última campanada del reloj de la plaza que daba las cuatro. No podía asegurar si aquella sensación de sentirse arrastrado por un remolino lo había soñado o si era fruto de su imaginación; pero, ahora, aun con todo el cuerpo empapado, parecía recobrar la tranquilidad y el sosiego.
Pensó que tal vez aquel muchacho al que había golpeado, se había ido por la otra salida de la calle y que él había sido víctima de un engaño por parte de aquel compañero mayor; y un agradable cosquilleo le recorrió el estómago y la sensación de estar en casa le agradó, mientras sus compañeros continuaban aún en clase, temblando ante la posibilidad de no saber contestar a alguna pregunta de don Cosme. Pero se oyó de nuevo una campanada lejana. Luis esperó a oír otras tres más, acompasadas. «El reloj de la plaza repite siempre las campanadas cuando da las horas», pensó. Pero aún tardó un breve instante en volverse a oír, ahora más nítida, una nueva campanada solitaria.
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Luis se extrañó: «No es la primera vez que el reloj se avería y da las campanadas tan separadas», se dijo, tratando de tranquilizarse. Pero una nueva campanada vino a sonar, distante y solitaria. A Luis le había parecido una eternidad el tiempo transcurrido entre una y otra. Las siguió contando: «Ya más de seis»: evidentemente el reloj no repetía la hora. Trató de no pensar en lo que ya le parecía inevitable. Intentaba identificar en ese pausado toque el repicar de campanas llamando a misa, pero pronto desechó esa idea de su cabeza. No cabía duda de que las campanas estaban tocando a muerto. Ahora sí pudo reconocer nítidamente el doblar espaciado de las campanas llamando a tránsito.
3
Una terrible angustia se apoderó de él. Pronto sintió cómo el cuello y la espalda de la camisa, empapados en un sudor pegajoso, se le adherían al cuerpo, produciéndole una sensación desagradable. Seguían las campanas con su martilleo monótono; pero Luis no las escuchaba ya. Todo el mundo se reducía para él a aquel rostro que no había podido fijar en su mente y que, por más que trataba de reconstruir ahora, no era más que un óvalo cualquiera desfigurado entre la niebla. Finalmente, agotado por la tensión, Luis se quedó adormilado.
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El leve chasquido del picaporte vino a sacarlo de su sueño y su madre apareció tras la puerta, alegre como siempre. Luis vaciló un momento, extrañado de que no le preguntase, como otros días, nada acerca de la escuela. Y, murmurando apenas, con una voz que salió de su garganta como un hilillo, le preguntó que de dónde venía. Como su madre le respondiera que del entierro, volvió a preguntarle, tras un momento de indecisión, que quién se había muerto. «Una mujer vieja que tú no conoces». Y por más que su madre tratase de darle explicaciones, Luis no sabía de quién le hablaba; pero mientras ella seguía hablando, se iba sintiendo más ligero, como si le fueran quitando, poco a poco, un enorme peso de encima.
Comenzaba a anochecer.
(Alcázar de San Juan. Curso 1989-1990)
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