LA PLAZA MAYOR DE ALMAGRO.-

A mi amigo Luis Maldonado, almagreño de pro. Por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre. (Antonio Machado)

Fausto Calzado de la Torres.- Yo nací en un pueblo de casas blancas y tejados rojos, que, aunque descansa en la falda de un cerro, se extiende en la quietud de una llanura de viñas y olivares. Mis primeros recuerdos se relacionan con el descubrimiento de su geografía urbana: aun siendo parecidas a las demás, cada calle nueva tenía su magia, su encanto que la diferenciaba de las otras. Y yo miraba con asombro y escudriñaba lo que las hacía únicas y especiales.

La memoria me trae ahora recuerdos de mis primeros viajes, siempre a lugares próximos, pero en los que yo experimentaba sensaciones parecidas a las que imagino hoy que sacudían a los grandes descubridores del Renacimiento o del siglo XIX.


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Uno de estos primeros trayectos, de paso hacia la capital de la provincia, me llevó a la Plaza Mayor de Almagro. No tenía entonces conciencia del fluir de las estaciones, pero recuerdo que hacía mucho frío y el tiempo estaba lluvioso. El acceso a la Plaza, por una de sus calles laterales, me produjo la impresión de entrar en un sueño maravilloso. Tampoco había aprendido aún a distinguir los colores, pero el contraste con los edificios de mi pueblo, incluso con los más señoriales, por lo general encalados o pintados de blanco, me llamó inmediatamente la atención.

El autobús giró, ya dentro de la Plaza, y se detuvo de repente. Una masa humana, que a mí me pareció enorme, se agitaba, nerviosa, bajo unos soportales sostenidos con columnas de piedra, envueltos, hombres, mujeres y niños, en sus gruesos abrigos, al tiempo que recogían bultos y maletas y se arremolinaban entorno a las entradas del vehículo. Al abrir las puertas, percibí el frío y las voces del exterior y me arrebujé contra mi madre.

Me sentí desconcertado al oír hablar a los primeros viajeros que subían. Intentaba descifrar palabras y frases hasta aquel momento desconocidas para mí. Y su entonación, la musicalidad con que las pronunciaban me resultaba extraña.


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Pero, después de colocar los bultos en el portaequipajes y de despojarse de sus abrigos y antes de acomodarse en sus asientos, vi cómo sonreían y saludaban, ya más distendidos, a otros viajeros que venían con nosotros desde el trayecto anterior, a algunos de los cuales los conocía yo.

Fue entonces, a medida que yo me relajaba y me iba separando de mi madre, la primera vez que pensé algo que se habría de ver ampliamente confirmado a lo largo de mi vida: “Todos tan distintos, pero tan iguales”. O ¿fue al revés? Ya no lo recuerdo.

Miércoles, 19 de enero de 2000.

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