Fausto Calzado de la Torre.- A los Reyes volví a verlos en Ciudad Real el año setenta y ocho. Con Bernardino, un compañero del Doncel, el colegio en el que estaba interno, me acerqué a la calle Alarcos por donde sabíamos que iban a pasar. Cuando llegamos había una gran cantidad de gente y los mejores sitios estaban cogidos.
La espera no fue larga o, al menos, a mí no me lo pareció. A la altura de los “Ministerios” se bajaron del coche oficial donde fueron recibidos por las autoridades civiles y militares. Después de saludarlos, los Reyes se subieron en una tribuna y la banda del Regimiento de Artillería tocó el Himno Nacional.
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Una vez interpretado el Himno, el Rey, seguido por el coronel, pasó revista a las tropas que le rendían honores. El acto duró poco. Mi amigo Bernardino me invitó a ir la Plaza Mayor, porque el Rey se iba a dirigir a la gente desde un balcón del Ayuntamiento. De hecho, cerca de donde estábamos nosotros, lo esperaba el alcalde para entregarle la vara de mando y acompañarlo andando hasta allí. Yo puse como excusa para no ir el gentío que había y que prefería volver al colegio.
Al día siguiente en el viejo convento que hacía las veces de instituto, las compañeras comentaban que la Reina era muy guapa, que vestía clásica con un traje chaqueta y una falda plisada y que en todas sus apariciones públicas iba siempre muy elegante; mientras que el Rey llevaba zapatos azules y traje también azul marino con una corbata de un color granate, que siempre iba muy conjuntado y que más que guapo era atractivo con su rizado pelo rubio y sus ojos azules.
Yo no me había fijado en tales pormenores, como nunca me he planteado si mis padres o mis hermanos o, ahora, mis sobrinos son guapos o no. A la familia se quiere, pero uno no se fija en esos detalles o los supone.
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