Simón Felipe, misionero en Cuba: «Perdí la vista, pero no la visión»

Simón Felipe es natural de Moral de Calatrava. Estudio en el Seminario Diocesano de Ciudad Real y recibió la ordenación sacerdotal en nuestra Catedral con el obispo Mons. Rafael Torija el 9 de septiembre de 1995. En la diócesis de Ciudad Real ha servido como sacerdote en la zona del Valle de Alcudia y en Puertollano. Como misionero, han sido varios sus destinos y actualmente está Cuba, incardinado en la archidiócesis de Madrid.

¿Qué es la vocación misionera?

Como inquietud, te quema dentro sin tú buscarla, es regalo de Dios. Y, como misionera, no es transitoria ni intimista, es incontenible como lava de volcán, humildemente quieres compartir lo que has visto y oído dentro de ti a otros. Los testimonios de misioneros en la infancia, tanto en la parroquia como la escuela, los encuentros con misioneros en el Seminario y el frágil grupo de animación misionera que allí surgió, el estilo de salida misionera en la pastoral, las convivencias con otros sacerdotes con esa misma inquietud promovidas por el IEME, el curso de misionología en Madrid, la experiencia impactante de mis primeras vacaciones como cura en Perú junto a Emiliano Hordanza y con aquella casa de chicas en Arequipa con las Religiosas de María Inmaculada, así como el verano compartido en República Dominicana con nuestros misioneros Antonio, Jesús y Amadeo junto a un grupo de jóvenes de nuestras parroquias…. Ciertamente todo esto propició, con la mano amiga de Dios siempre empujando, a que un día don Antonio, el obispo, me diera luz verde para salir fuera, a la misión a otros países


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Mientras eras sacerdote, perdiste la vista.

Has sido sacerdote misionero con esa dificultad, dedicado también al servicio a otras personas invidentes … Ordenado en 1995, tuve la suerte impagable de vivir mi servicio pastoral en el Valle de Alcudia y Puertollano, y solidariamente en equipo con otros compañeros, intentando compartir la tarea con otras religiosas y laicos. La alegría del evangelio entre aquellas gentes sencillas y buenas, presentes, unidos y en salida fue sin duda la mejor preparación gozosa para la posterior salida misionera. La pérdida de vista en el 2003, hasta ser miembro afiliado de la ONCE, no fue obstáculo para apagar el fuego de la misión en mí —siempre digo que perdí la vista pero no la visión—, sino el trampolín para evangelizar, ahora como portador de discapacidad en otros lugares. Esto lo hice enviado entonces por mi Iglesia de Ciudad Real en el 2006 a Cuba tras haber pasado unos meses por Bolivia con los hermanitos de Foucould, José Luis Muñoz y otros jóvenes ciegos, a los cuales estoy muy agradecido.

¿Y cómo es tu misión ahora?

Mis primeros cinco años en Cuba fueron apasionantes, en zonas igualmente rurales, pero con más de veinticinco comunidades en mi parroquia, donde el estar presente como puente de esperanza y reconciliación y consuelo era más que suficiente. Ciertamente, viví el gozo de dar y recibir muchísimo más. Luego regresé por prescripción de mi oculista, debido al daño que el resplandor del sol caribeño estaba ocasionando en mi retina. He estado por Madrid, acompañando a ciegos creyentes, y en colegios y parroquias, centros de escucha y mesa de la discapacidad. Recientemente, cuando cumplí 26 años de cura, animado ahora por el arzobispo de Madrid, el cardenal Carlos Osoro, estoy nuevamente en Cuba. Antes, pasé tres meses previos por Guatemala, en la misión que acompaña Pedro Jaramillo, anterior vicario de Ciudad Real.


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La pandemia, la escasez de alimentos y medicinas, y la situación de inestabilidad política y social están modulando mi quehacer misionero en Cuba, que ahora es más cercano a un pueblo sufriente, junto a católicos de dos parroquias en la diócesis de Pinar del Río, que distan cuarenta y cinco kilómetros una de otra, con más de cinco pueblos que cuentan con una población de más de cincuenta mil habitantes. La paciencia y la resistencia en situaciones de adversidad, el valor de lo pequeño, la fiesta sencilla de cualquier diminuto logro en una atmósfera dominada por lo gris, la resiliencia y creatividad que da la escasez de recursos, la habilidad y solidaridad en estado de supervivencia, el valor de la fe de tú a tú, de pequeña comunidad constituida a pequeña comunidad emergente, la humildad y pobreza de medios, la necesidad de vivir en equipo tu fe son algunos de los frutos con que te compensa el Dios de Jesús en esta misión caribeña.

¿De dónde brota la misión?

La raíz básica de mi misión brota de mi encuentro vital con Jesucristo, queriéndome conformar con él, que es pobre y humilde, Hijo enviado y misionero del amor del Padre a este mundo. Hoy, en este siglo XXI, más de dos tercios de la humanidad aún no lo conocen, lo que provoca en mí al menos un desafío de salida de mi zona confortable, de búsqueda del otro que está más allá de mi ideología, o creencia o manera de vivir, de alegría profunda en sentir que Jesús cuenta conmigo y mi fragilidad para compartir su mensaje de las bienaventuranzas, la experiencia de su muerte y resurrección, y la fuerza de su Espíritu. Sí, remamos en la misma barca, la barca de la Iglesia, siempre más allá. Ciertamente, ¡la misión hace a la Iglesia! Por eso, si estamos esperando a que nos lleguen misioneros de fuera para que revitalicen muchas de nuestras apagadas comunidades, estamos equivocados. Demos el paso ya, unidos por el bautismo a Jesús misionero, experimentemos el vértigo de la corresponsabilidad en la comunidad parroquial y diocesana, en el barrio y el centro de estudios o trabajo. Disfrutemos también de la amable confianza de que la obra que llevamos en las manos se apoya en Él y en la presencia recreadora de su Espíritu. Aventuremos la vida como Jesús, el Nazareno, que la entrego por la Galilea de los gentiles y por otros territorios que le quedaban más allá de su cultura y religión, de su tierra y su familia. ¡Esto es todo un descubrimiento!


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Celebramos la Infancia Misionera, ¿cómo colaboramos?

La mejor forma de colaborar es sintiéndonos todos parte implicada. Los misioneros no son gente especial, surgen de nosotros, de nuestras comunidades de fe, enviados por nuestra propia Iglesia local a colaborar en otras. Por eso, en esta comunión eclesial nos preocupamos de orar unidos y sostener con nuestra colaboración económica proyectos pastorales, explícitamente evangelizadores o de promoción humana. Como los misioneros son nuestros, mantenemos el contacto en la distancias, y promovemos en nuestros grupos parroquiales o asociativos a creyentes que quieran también dedicar parte de su tiempo a apoyar la misión que desempeñan. ¡No compartimos las migajas caídas de la mesa!, y así se lo hizo entender aquella mujer extranjera al mismo Jesús, que tras un primer desplegar la mesa con panes para todos en su territorio galileo, volvió a multiplicar el pan en tierra de gentiles. Por eso, felizmente nosotros, también hoy, como lo hemos visto y oído de Jesús, pan de vida, lo compartimos con todos los hermanos.

Agencia SIC